La Guerra de Series de El País sigue en marcha, aunque no lo parezca. Tras los combates imposibles de la semana pasada (Frasier contra Juego de Tronos, Seinfield contra Perdidos...), esta semana le llega el turno de batirse en duelo a dos grandes series: House y A dos metros bajo tierra. Porque sí, ambas son grandes series, y quien lo niegue por ser una un procedimental médico de la Fox y la otra un drama familiar de la HBO, probablemente se estará dejando llevar por los prejuicios. De hecho, si lo pensamos, este enfrentamiento es probablemente el más lógico desde que arrancó esta “guerra”.
House
y A dos metros bajo tierra
pretenden de alguna manera lo mismo, cada una inscrita en unos
códigos expresivos. Ambas hablan de la vida y la muerte, ambas
tratan de personas bastante jodidas y ambas tienen un fuerte
componente filosófico y existencial. Las dos son dramas a los que
les gusta mucho juguetear con la comedia, y además lo hacen
francamente bien porque las dos me han hecho soltar carcajadas
viéndolas. Son dos series a las que el puesto no les queda grande,
porque han sido brillantes en su género. Aunque, por supuesto, hay
abismales diferencias entre ellas.
La
serie protagonizada por el cojo cabrón del que muchos hemos sido
fans durante años es mucho más discursiva. Se basa en los diálogos
entre los personajes, que no dudaban en ningún momento en
psicoanalizarse unos a otros, algo que a Brenda Chenowith le habría
puesto de los nervios. Semana a semana nos presentaban casos médicos
cuya resolución no era importante más que para el propio House,
siempre obsesionado con los rompecabezas, mientras que a los
espectadores lo que nos interesaba era la vida, muchas veces trágica,
que los pacientes arrastraban consigo. Los secundarios de la serie
también tenían sus propios problemas, aunque el centro de todo
siempre ha sido el arisco doctor, que se ha resistido a cambiar con
los años y que rara vez nos mostraba cómo estaba en realidad.
Como
los Fisher: la familia protagonista de A dos metros bajo
tierra tampoco fue dada nunca a
hablar de sus emociones (si obviamos a Nate). Desde luego no se
pueden comparar los problemas de los secundarios de House,
salvo quizá Trece y su enfermedad, con los auténticos dramas que
vivían ellos. Además, Alan Ball siempre fue un poco más sutil,
aunque nunca demasiado, porque esas ensoñaciones servían para que
por poco que los personajes hablaran del dolor que sentían nos
sintiéramos identificados con ellos y sufriéramos lo indecible.
Otro recurso habitual era que David y Nate hablaran con los muertos
con los que trabajaban, que no eran en realidad más que
prolongaciones de su subconsciente, algo que también le hemos visto
hacer a Greg.
Sin
embargo, y hablando a título personal, nunca he sufrido tanto viendo
House como estoy
sufriendo al ver A dos metros bajo tierra.
A lo largo de estas dos primeras temporadas, más de un episodio ha
conseguido dejarme completamente destrozado. Desde luego, se le
pueden atribuir muchas virtudes a esta obra televisiva poética,
onírica y existencial, pero su principal logro es la humanidad de
cada uno de los personajes. Unos protagonistas castigados por la vida
y con tendencia a tomar decisiones equivocadas que acaban dejándolos
en muy mal lugar, y al espectador, que comparte sus vidas de manera
brutal, completamente desolado.
Por
eso, y por muy fan que sea del cojo sarcástico, no me cabe duda de
quién debería ganar la lucha de hoy. Pero eso sí, House
ha sido una gran serie, también
muy inteligente y bien escrita (y filmada, que su fotografía era de
lo mejor que se podía ver en televisión), con uno de los grandes
personajes de la ficción reciente. Y eso no se debe olvidar aunque la hayan puesto a competir con un coloso como es el drama de Alan
Ball.
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