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viernes, 12 de julio de 2013

Esta tarta huele a muerto

Para pasar a la historia de la televisión, resulta casi imprescindible ser un drama crudo y realista y haber durado varias temporadas. Emitirse en HBO ayuda, y por eso A dos metros bajo tierra, Los Soprano y The Wire han alcanzado el estatus que ostentan hoy en día. Sin embargo, cuando eres una comedia, un procedimental, te emites en una network como ABC y presentas un universo aparentemente naif y pretendidamente empalagoso, el reconocimiento requiere un esfuerzo mayor. Por eso Criando malvas (Pushing daisies) no está en boca de todo el mundo cuando toca hablar de grandes de la televisión, pero sin duda ha conseguido una legión de admiradores que sí permiten calificarla como un título de culto. Como casi todo lo que hace Bryan Fuller, que lo va a tener muy difícil para que Hannibal le dure más de las dos temporadas que le duró ésta.

Sin embargo, la serie protagonizada por Lee Pace tiene reminiscencias de títulos cinematográficos que sí despiertan un amor consensuado, como Big Fish o Amélie. Su problema es que es una obra incompleta por culpa del hacha de la cancelación. Tiene un final precipitado y metido con calzador, que si bien es un detalle por parte de los guionistas para con los espectadores, no deja de ser frustrante. Muchas tramas abiertas para un episodio de 40 minutos que casi no se disfruta al ver que el tiempo se les echa encima. Pero Criando malvas (uno de los títulos mejor traducidos al español de la televisión reciente) es, a pesar de su prematuro cierre, genial a distintos niveles.

Ambientada en la ficticia Coeur d'Coeurs, recrea un universo increíblemente rico y colorido, en el que tienen cabida todo tipo de personajes, a cada cual más pintoresco. Pocas series han cuidado tanto el aspecto visual como Criando malvas, en la que unos cromas que no eran mucho mejores que los de Once upon a time (lo más parecido a esta serie que tiene ahora mismo ABC en su parrilla, aunque compararlas sea insultante), molestaban menos de la mitad. Los escenarios en los que transcurre la historia son plásticos e improbables, lo que les imprime mucha más personalidad. Mataríamos por dar una vuelta por el Pie Hole, visitar el faro, el despacho de Emerson Code y probar el menú del restaurante chino de abajo.

Pero la estética no era, ni mucho menos, el único aspecto destacable de Criando malvas. Cuando digo que la serie era aparentemente naif, lo digo sobre todo por la frivolidad con la que abordaba el tema de la muerte. Ningún padre tendría ningún reparo en dejar que su hijo viese esta serie de Fuller, pues narra la historia de un pastelero que puede revivir a los muertos solo durante un minuto —si los mantiene vivos más tiempo alguien tendrá que morir en su lugar— y que un día saca de la tumba a su amor de la infancia, a la que no puede tocar porque al hacerlo volvería a matarla. No hay relación más casta y pura, más cursi y apta para todos los públicos. Y, sin embargo, el humor negro es marca de la casa: los comentarios sarcásticos de Emerson Cod, la mala leche de la que hace gala una acertadísima voz en off que no satura y el nihilismo que desprenden muchas tramas aportan el toque de acidez necesario para que tanta tarta no se atragante. Al fin y al cabo, no deja de resultar gracioso que tiendas de chucherías, circos, piscinas de natación sincronizada o brillantes faros sean el escenario de muertes que a veces son bastante macabras.

A los actores no se les puede poner ninguna pega. Recitan los diálogos a una velocidad digna de Sorkin (o de Scandal), y son perfectos para sus personajes. Las miradas de Lee Pace y Anna Friel contribuyen a transmitir esa falsa inocencia que en un principio nos quieren vender, como también lo hace la verdadera estrella de la serie, Kristin Chenoweth. Su personaje, Olive Snook, condenada a ser la tercera en discordia, no tiene problema en arrancarse a cantar cuando uno menos se lo espera, como recién escapada de un musical. El hecho de que se comporte como un ser humano normal hace que a la hora de la verdad el espectador le coja especial simpatía. Ella y Emerson (Chi McBride), ideados como alivios cómicos, son un oasis en medio de la tragedia griega (sobre el papel) de los protagonistas, que tampoco es especialmente dramática y por eso no se hace pesada. Es imposible cuando el hecho de que no puedan tocarse ha servido de excusa para conocer este universo —insisto, el tapiz de escenarios y personajes recurrentes que se teje en dos temporadas es alucinante— y ellos dos son tan entrañables.

Porque Criando malvas, con su relato de la soledad (poco he dicho de las magníficas tías de Olive), su apología del amor bajo cualquier circunstancia y su exaltación de la amistad (qué química tenía el reparto y qué bien funcionaban todos combinados de cualquier forma) es pura magia, y se disfruta plenamente, muerte tras muerte.

lunes, 24 de junio de 2013

Las maquinaciones de Hannibal


Me gusta que Hannibal exista no sólo por lo mucho que la disfruto, sino también porque demuestra un par de cosas. La primera, que dentro de las limitaciones de las networks se pueden seguir haciendo series de calidad que no sólo apuesten por la complejidad y la calidad, sino que además la compaginen con puro entretenimiento. La segunda, que NBC es una network que todos los años lanza un producto que cumple lo anterior, aunque muchas veces —Kings, Awake— no le salga demasiado bien. Su enorme debacle en audiencias es motivo de burla constante en Twitter, pero pocos le reconocen que sus comedias, por ejemplo, son de lo mejor de la parrilla norteamericana.

Y Hannibal, con sólo una temporada, ya se ha convertido en la mejor en varios aspectos: es la mejor dirigida, tiene la mejor fotografía (con perdón de Rectify), el mejor uso de la música y la atmósfera mejor conseguida. Pero no sólo son técnicas sus virtudes: es retorcida como pocas, sus toques de humor negro son muy divertidos y las interpretaciones de Hugh Dancy (que transmite perfectamente la fragilidad de Will Graham desde el minuto uno) y Mads Mikkelsen (al que su físico le viene como anillo al dedo para interpretar al doctor Lecter) son soberbias.

Tardó muy poco en pulirse, y en estos trece episodios hemos asistido a un juego psicológico y de identidades ocultas en el que Hannibal engañaba a todos y cada uno de los personajes de la serie, pero también a nosotros. Como espectadores conscientes de que los banquetes del doctor Lecter están hechos de carne humana, creíamos ir un paso por delante de Jack Crawford —un odioso Laurence Fishburne— y Alana Bloom —un personaje del que no habría estado mal saber un poco más. Sin embargo, en los dos últimos episodios descubrimos que Hannibal ha estado jugando con nosotros. La season finale destapa las cartas que quedaban boca abajo mientras el espectador no para de pensar “¡qué hijo de puta!” y se lamenta impotente al ver que falta un año para saber cómo va a continuar esto.

No está exenta de fallos, de todos modos. Hay episodios de Hannibal que carecen de ritmo. Los casos procedimentales, que deben servir para que el espectador tenga una sensación de avance aunque la trama siga cociéndose lentamente (FringeJustified, Elementary The good wife serían buenos ejemplos), en Hannibal estorban. A lo largo de la primera temporada, sólo han sido verdaderamente interesantes tres: el farmacéutico que cultivaba champiñones, Molly Shannon como una espeluznante “madre adoptiva” y el fabricante de violines. Los demás, más allá de la impresión que puedan causar al principio (ese tótem humano) o de los auto-homenajes de Bryan Fuller (Tan muertos como yo) no aportaban mucho, y más que nada dejaban en evidencia la “empatía” de Will, prácticamente un superpoder que desentona en una serie que el resto del tiempo es realista.

Entre los secundarios, el equipo de forenses no pinta nada (el personaje de Hettiene Park parece que va a ser relevante pero nunca pasa de las tres frases por capítulo), pero otros (otras, en realidad) mucho menos presentes tienen más, valga la redundancia, presencia y entidad. Pienso, por ejemplo, en la elegante psicóloga de Lecter a la que interpreta Gillian Anderson (que probablemente grabó todas sus escenas en una tarde que tenía libre y no volvió por allí) o en la genial Freddie Lounds (está hecha para que la odiemos, pero no puedo ser más fan de sus maquinaciones). Aunque la estrella de la serie, con perdón de los protagonistas, ha sido Abigail Hobbs: Kacey Rohl ha conseguido resultar perturbadora y que al mismo tiempo queramos abrazarla y decirle que todo va a salir bien, algo que no resulta nada fácil.

Hannibal, con sus fallos, ha tenido una primera temporada más que notable, con unos personajes interesantes, una atmósfera opresiva que no llegaba a atosigar gracias a los toques de humor negro del guión y un cierre perfecto, que da sentido al camino recorrido.