Nota: Spoilers de la primera temporada de Homeland.
En Homeland,
el gobierno de los Estados Unidos ordenó la destrucción un colegio
iraquí. Murieron ochenta y dos niños inocentes, entre ellos Issa,
el hijo del terrorista Abu Nazir, que había desarrollado un vínculo
muy fuerte con el sargento Brody, un marine retenido por Al Qaeda
contra su voluntad. Probablemente este hecho, que demuestra que a
pesar de su título Homeland
es una serie muy crítica con la política anti terrorista de su país, sea
el más significativo de toda la serie, pues se convierte en la
motivación de Brody y en la obsesión de una Carrie completamente
alterada por su trastorno bipolar.
Pero
este mismo hecho sirve, al menos en mi caso, para que en Homeland
no me importe lo más mínimo que los terroristas cumplan con éxito
su objetivo, puesto que el gobierno estadounidense es tan
despreciable como ellos. Sin embargo, la cabecera de la serie (que
podrá irritarme bastante cuando la he visto más de tres veces, pero
aun así es una genialidad) es vital para comprender a Carrie
Mathison, que ha crecido expuesta continuamente al miedo al
terrorismo. Por lo que le oímos a lo largo de los doce episodios de
la primera temporada, Estados Unidos lo es todo para ella: el
presidente es el líder del mundo libre y un ataque terrorista puede
hacer temblar los cimientos del mundo entero.
Es por
eso que Homeland, una
vez acabado el juego de los primeros ocho episodios, en los que no
teníamos aún claro si Brody era o no un traidor y la confusión
conseguía crearnos casi la misma ansiedad que a Carrie, consiguió
aburrirme. Los últimos episodios de la temporada (salvando el
último), se me han hecho muy cuesta arriba y he tenido que acabar la
temporada prácticamente un año después. Y es que el motor de este
drama de Showtime son los dos personajes principales: Carrie Mathison
y Nicholas Brody. Lo interesante no es ver cómo se desarrolla la
conspiración, que confieso que me ha provocado más bostezos que
otra cosa, sino cómo afecta todo al mundo interior de los
protagonistas.
Damian Lewis y Claire Danes, por derecho propio, deberían dar sendos
discursos en la próxima gala de los Emmy, porque no sólo han
conseguido una química de lo más bizarra y genial, sino que
individualmente han conseguido unos retratos de sus personajes
impecables. Él, con la ambigüedad necesaria al principio y la
humanidad que requería la recta final. Ella, contenida en su
obsesión cuando la situación lo precisaba y desatada pero sin
demasiados excesos a raíz de la decepción amorosa y la detonación
de la bomba. Me cuesta admitirlo, pero se merece el Emmy aún más
que Julianna Margulies y Michelle Dockery.
Por
eso, Homeland se
diferencia de otras propuestas como Rubicon
no ya porque es mucho más dinámica (la serie de AMC era lenta hasta
límites insospechados), sino porque mientras en Rubicon
aquella conspiración de la que apenas sabíamos nada superaba a los
personajes, Homeland es
más bien la historia de dos personas con un gran bagaje emocional,
que se atraen el uno al otro y cuya relación se enmarca en uno de
los contextos más complejos posibles. Y pese a los abundantes
momentos en los que todo me resultaba indiferente, bravo por ella.
P.D.: Eso sí, si me preguntáis, Rubicon me parecía mucho más fascinante.
P.D.: Eso sí, si me preguntáis, Rubicon me parecía mucho más fascinante.
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