jueves, 24 de enero de 2013

El cierre de Briarcliff

Nota: En esta entrada hablo de la temporada de AHS y no me corto un pelo con los spoilers. Avisados quedáis.

El terror (o la fantasía, o el suspense, o la ciencia ficción, todo junto) supone para Ryan Murphy absoluta carta blanca. Ya hemos visto en otros de sus trabajos que el creador no tiene reparos en llevar al límite las historias que cuenta, pero escribir los guiones de American Horror Story, la antología de miniseries que produce para el canal FX, debe ser para él una experiencia orgásmica. Glee al fin y al cabo trata de enviar un mensaje positivo a los adolescentes marginados y The New Normal es poco más que un panfleto político disfrazado de comedia, pero en American Horror Story no se autoimpone ningún límite y ese siniestro rincón que tiene por mente puede dar rienda suelta a todos los excesos que le vengan a la cabeza. Si ya se vio el año pasado, este año ha quedado más claro aún con Asylum.

Defendí mucho la primera entrega de American Horror Story, además de por ser una bizarrada tremendamente adictiva, porque los últimos episodios se molestaron en retratar mejor a los Harmon (la familia que habitaba y sufría aquella casa de los horrores) haciendo que conectara con ellos. El resultado fue algo inesperadamente redondo, pues al principio eran todos una panda de no-personajes que el reparto defendía de manera increíble.

Este año, en cierto modo, la historia se repetía. Arrancaba Asylum, introduciéndonos en un perturbador manicomio a través de los ojos de Lana Winters (una fantástica Sarah Paulson que debería recibir premios de dos en dos por su interpretación). Los primeros episodios justificaban que la serie se vendiese como un producto de terror y eran francamente inquietantes. Sin embargo, como ya ocurrió el año pasado, el paso de los capítulos ha ido dejando de lado el terror para dar paso a una sucesión de tramas demenciales que han puesto contra las cuerdas a la pobre Lana, que compite con Lady Edith (Downton Abbey) por el puesto de “personaje más torturado de la temporada”.

La labor de los actores ha sido encomiable: en apenas un par de escenas todos los que repetían conseguían que nos olvidáramos de los personajes que interpretaban en la primera entrega. No hace falta decir que Jessica Lange se come la pantalla y va directa a por su segundo Emmy, pero sí hay que destacar el trabajo de Lily Rabe interpretando nada menos que al mismo diablo, encerrado en el cuerpo de una inocente monjita. Obviamente, tener a semejante personaje entre tus filas supone vía libre para que lleve a cabo cualquier tipo de maldad sin tener que explicar sus motivaciones, y Rabe ha estado a la altura de un papel tan potente. Difícilmente borraremos de nuestra retina su conversación, cuchillo en mano, con cierta niña psicópata o su encuentro sexual con el estúpido sacerdote interpretado por el nefasto Joseph Fiennes. Es el peor actor vivo, pero también una elección de casting indiscutible.


También ha brillado Zachary Quinto poniendo cara a bloody face, ese perturbador psicópata que veremos si The Following consigue superar. Y podríamos mencionar a Evan Peters, más que correcto en un papel menos lucido, o a Frances Conroy en sus apariciones estelares, pero probablemente no acabaríamos nunca, porque precisamente personajes no han faltado en Asylum, que ha cubierto todos los tópicos frecuentes del cine de terror y los ha usado a su antojo (aunque no fuera para dar miedo): el ángel de la muerte, el demonio, extraterrestres, un Santa Claus psicópata al más puro estilo Funny Games, asesinos en serie, mutilados, nazis, Anna Frank, científicos malvados y monstruos inclasificables se han saludado por los pasillos de Briarcliff, ese manicomio del que nadie podía escapar a pesar de que siempre había una puerta trasera abierta y los dementes campaban a sus anchas.

Y es que el guión de Asylum no se ha caracterizado por cuidar los detalles, sino por ponerse al servicio de los giros locos de trama. Los enésimos puntos de no retorno en los que no había forma de saber por dónde iba a continuar la serie han hecho imposible desengancharse de esta droga dura y muy poco refinada que nos sirven Murphy y Brad Falchuck. Eso y unos protagonistas que han llegado a importarnos: la relación entre Kit y Grace no ha tenido la fuerza del trágico romance adolescente protagonizado por Tate y Violet en la primera temporada, pero nos ha implicado lo suficiente para querer verlos salir de Briarcliff con vida, y la angustia perpetua de Lana hacía que tuviéramos curiosidad por ver cómo sería su cara sonriente.

En el apartado visual, la serie es incontestable. Asylum goza de un montaje frenético y una fotografía que carece de límites y pasa por enfoques verticales de la cámara y planos al revés que en cualquier otro producto probablemente quedarían mal pero que a la serie le vienen como anillo al dedo. Este exotismo visual es tan estimulante que convierte momentos tan gratuitos como The Name Game (otro de los puntos más destacados de la temporada) en arte visual.

Que nadie me malinterprete: no me tomo en serio American Horror Story a pesar de que tenga momentos muy dramáticos (también los tiene True Blood), pero lo que sí está claro es que disfrutable y fascinante lo es, y mucho, incluso para aquellos que, como yo, no somos aficionados a las historias de terror. En televisión pocas veces hemos visto algo parecido, a pesar de que Ryan Murphy entiende muy bien el medio y la forma en la que tiene que conducir sus relatos. Comprendo que sus finales “felices” y encaminados casi siempre a la redención no gusten demasiado entre los fanáticos del género, pero a mí me parecen redondos, y ya me muero de ganas de saber con qué nos va a sorprender en su tercer año.

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